Volver a su obra es retomar un accionar ininterrumpido por recuperar las mejores tradiciones de las luchas populares de nuestro país, en diálogo fundante con las mayores conquistas artísticas y culturales. Fue sin dudas el intelectual argentino más importante de las últimas décadas, y aunque suene superfluo decirlo al hablar de Horacio, hace justicia no sólo de su vida y obra, sino de los valores que abrazó y de las causas que toda su vida decidió acompañar.
Por Juan Manuel Ciucci
Recordé en estos días cómo fue nuestro primer encuentro, yo enfundado en mi disfraz de periodista, y tras las pobres preguntas que le realicé al finalizar una charla en sociales, me dijo: “¿y a vos qué te pareció?”. Creo fundante este recuerdo para recuperar la obra y la acción de Horacio González, capaz de disertar con las más eminentes personalidades del pensamiento nacional, pero también inquieto por el parecer de un periodista, de un militante, ante lo que acababa de ocurrir. Como me pasó toda vez que tuve la suerte de cruzarme con él, ya fuera con la excusa de una entrevista ante un libro publicado o para inquirirlo por su opinión ante el acontecer nacional. Las charlas, al inicio o al final y por fuera de los micrófonos, tomaban el cauce profundo de un diálogo entre pares, aunque todos los datos imaginables demostraban que no lo éramos. Pero lo que sí nos empardaba era su voluntad de diálogo, justamente, su inquietud ante el pensar de les demás, su gusto por bucear por los recorridos que otras sensibilidades daban ante nuestra común realidad.
Eso le permitía por ejemplo sumarse a los más amplios debates públicos que le propusieran, soportando las estocadas amables del trotskismo universitario o los vericuetos impensables desde donde Sarlo parecía querer enjuiciarlo. Horacio siempre no sólo mantenía su calma y prosapia inalterable, sino que además se dejaba permear por esas inquisiciones, incluso si no terminaba de reconocerlas valederas o sintiera en su profundidad una inocultable falla estructural. Su apertura al pensamiento podía conjugar aquellas estocadas de modo tal que le permitieran llegar a nuevas conclusiones, o al menos, vislumbrar debates ante los que a pesar de oponerse, le parecía válido inquirir. Lector de una capacidad casi tan arrolladora como la de su escritura, encontraba pues un linaje común desde donde poder pensar a la par cuestiones que la academia se esfuerza en fragmentar, catalogar, profesionalizar. De allí que en su interlocutor pudiera hallar un saber que desconocía, o que podía parecerle un potente disparador que hasta hacía unos segundos dormitaba latente.
No significa esto que no fuera afecto a las polémicas, y que cuando debía posicionarse en abierta contradicción con un pensamiento hegemónico o falseador, no aventurara un sólido discurso de barricada. Pero más bien era afecto a poblar de incertezas la certeza gobernante, el pie seguro desde el que se camina, la verdad revelada. Al mismo tiempo que buscaba recuperar, como si se tratara de antiguos ejemplares de una biblioteca poco visitada, el linaje de pensamientos que habían sido olvidados o clausurados, y que a la luz de nuestra actualidad podían encontrar nuevos fulgores que no sólo los revivan, sino que los tornen fundamentales para entender el hoy.
Es por esto que como su admirado/discutido/retomado Borges planteaba la existencia de una biblioteca que parece infinita, González construye su mitología sobre un diálogo que efectivamente puede ser infinito. No sólo por las posibilidades de los hablantes en un momento dado de su intercambio, sino por les muches otres que nos hablan y son hablados por nosotres. Es una tradición del diálogo que nos lleva a poder construir los grandes lineamientos de la cultura nacional, que permita enfrentar el achatamiento y el divisionismo grieteril para superarlo con un postulado programático del país que soñamos. Nunca estuvo en su hacer una intención simplificadora, más bien reconocía las dificultades que podía conllevar su estilo ante el avance de las nuevas tecnologías de la escritura. Pero encontraba quizás en esa resistencia al modelo de la permanente novedad, una oportunidad para interpelar más profundamente al debate social en la Argentina.
En estos días me sigue siendo difícil escribir sobre Horacio, tanto por el enorme cariño que fui construyendo hacia su persona, como por la amplitud de su obra, de su acción cultural, de su vida. Quien quiera llevar adelante esta proeza se verá tentado de dividir todo en períodos, partes, secciones, carreras, disciplinas. Nada más lejos del estilo y de la apuesta de González, que parecía entender en un común orden todo su accionar. ¿Quién podría decir que no existe una conexión profunda entre su labor al frente de la Biblioteca Nacional, enorme aporte a la cultura popular y peronista en particular, casi como un exorcismo de aquel mito difamador de la disyuntiva alpargatas o libros; y su obra escrita o su carrera docente? Es quizás uno de los últimos exponentes de un pensamiento humanista, trascendente, que apuesta justamente a los difusos márgenes para intentar comprender cabalmente algo de aquello que llamamos realidad, pero a la que insistentemente intentamos disciplinar y coleccionar en nuestros herbarios.
Posiblemente sea ésa la inquietud que algunos lectores plantean ante su obra, bifurcación de caminos que invitan a dejarse acarrear en un paseo sin destino prescrito. Esa tensión por el a dónde va, qué quiere decir, qué significa esto, en los parámetros de la modernidad de textos rumiados no hace más que trastocar, alterar, despertar a sus lectores. Es una apuesta que nos impone un desafío, algo desgraciadamente tan inusual hoy día.
Quizás lo que más voy a extrañar de su acción pública sea esa libertad que había conquistado para poder criticarnos, sin deslealtades ni desordenes autogenerados, sino para intentar realmente aportar con su pensamiento y experiencia al axioma que encontró en las palabras “volver mejores” una posible expresión. Fue muy criticado por muchos de los que ahora lo aplauden cuando se atrevió a discutir medidas del kirchnerismo o decir que votaría “desgarrado” a un pésimo candidato, queriendo incluso cargarle las culpas del fracaso anunciado. Sin embargo, fue como funcionario que se atrevió a decir su parecer en pos de una mejora fundamental del proyecto que apoyaba. No encontramos ese valor en otros compañeros, que entendían la obsecuencia como norma. Horacio aportó construyendo un modelo indiscutido de intelectual comprometido y militante, con la fuerza de la razón y de la pasión como bases desde donde poder decir lo que nadie se atrevía. No fueron pocas las veces que muches nos sentimos redimides al escucharle decir lo que pensábamos, o más aún, al escucharle decir lo que sentíamos pero no habíamos sido capaces de poner en palabras.
En estos días de duelo y recuerdo, apareció por todas partes recuperado desde distintos lugares, y quizás sea tan sólo un anuncio de lo que significará su pensamiento en nuestro tiempo por venir. Fue sin dudas el intelectual argentino más importante de las últimas décadas, y aunque suene superfluo decirlo al hablar de Horacio, hace justicia no sólo de su vida y obra, sino de los valores que abrazó y de las causas que toda su vida decidió acompañar. Su paso por este mundo aportó un saber al campo popular comparable a aquellas otras personalidades de la historia que tanto admiró y recuperó en su obra. Quienes tuvimos la suerte de tratarle, sabemos además de su infinita generosidad, y de la serena humildad con que asumió su papel en la historia. Lejos de una despedida, todas las palabras que vamos pronunciando no son más que una celebración por su existencia, y una invitación a revisar y volver a su obra cada vez que la angustia del presente nos empuje a una pregunta recurrente: “¿y qué dirá Horacio de esto?”.
Foto: Telam
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