La toma del Capitolio estadounidense por una turba de fanáticos del trumpismo, si bien estridente, ya no causa demasiada sorpresa. La “mayor democracia del mundo” cruje en las fauces del conservadurismo conspiranoico. De momento las instituciones retomaron el control y claman por el restablecimiento de la ley y el orden. Sin embargo, asistimos a un período histórico donde no está claro hacia dónde vamos, pero cada vez estamos más segures de que no hay a dónde volver.
Por Mario Bedosti
Si algo es evidente en los comienzos del 2021 es que la era de las certezas, si alguna vez existió, ha llegado a su fin. Cada vez es más lejana la fantasía de que la historia llegaba a su estado de equilibrio con una comunidad de naciones donde la democracia liberal era la forma de gobierno mayoritaria, bajo el estricto imperio de la ley y el respeto por las reglas de juego. A las deudas sociales gigantescas de los estados modernos, se han sumado dos pandemias: el COVID-19 por un lado, y el ascenso de fuerzas de extrema derecha fundamentalista por el otro. Y sin embargo, las viejas instituciones republicanas, así como los partidos políticos que a ellas tributan, parecieran no estar listos para desaparecer en el corto plazo. Al decir de Gramsci, parece que nos encontramos en un momento en el que “el viejo mundo se muere. El nuevo no termina de nacer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.
Esta es sin dudas una era monstruosa. A sólo 6 días de empezado el 2021 pudimos ver el parlamento de Estados Unidos asediado por les seguidores del presidente saliente. Trump mismo había llamado a la acción violenta a sus simpatizantes, guiado por el resentimiento de haber perdido con las elecciones de noviembre pasado. Les trumpistas, convencides de que sin una victoria de su líder la democracia sería una farsa, decidieron tomar el problema en sus propias manos. La politóloga María Esperanza Casullo viene hablando de la “desafección democrática de las élites”, en el sentido de que cada vez más las grandes corporaciones económicas y políticas desconfían de la democracia como el mejor método para mantener su supremacía. Los hechos que acabamos de mencionar, así como al apoyo de buenas partes de las poblaciones de distintos países sudamericanos a los derrocamientos ilegítimos de presidentes constitucionales, pareciera dar indicio de que tal desafección no es sólo prerrogativa de las élites. Desde una irremediable progresía no se puede más que sentir antipatía y disgusto por tales demostraciones reaccionarias y antidemocráticas. Y sin embargo creo que es válido preguntarse, ¿de dónde viene semejante caudal de bilis? ¿Cuál es el combustible para el cual megalómanos autoritarios como Trump o Bolsonaro representan una mecha incendiaria? Y creo que para empezar a esbozar una respuesta, no podemos más que mirar a nuestros sistemas democráticos fallidos. Fallidos en lo político: bien sabemos que la soberanía popular, al margen de la existencia de elecciones limpias, está lejos de realizarse cabalmente. Fallidos en lo económico: ningún sistema que lleve a los niveles de miseria y pobreza con los que convivimos puede congratularse mucho de sí mismo. Y fallidos en lo social y cultural: más allá de que los gobiernos de derecha puedan ser derrotados en las urnas (de hecho lo son), el neoliberalismo tiene tentáculos en términos de valores y creencias que exceden a quién detente circunstancialmente el poder. Vivimos en sociedades alienadas, temerosas de la otredad, irracionales y, sobre todo, egoístas. Desde ya existen y seguirán existiendo poderosos movimientos (el feminismo siendo el principal en este momento) que breguen por la justicia social, la igualdad y la solidaridad entre les humanes. Pero es al menos cándido negar que presenciemos una fortísima hegemonía del “sálvese quien pueda” y de la “cultura del descarte”.

Es esperable y deseable que un sistema que no tienda a la justicia para todes deba ser corregido o descartado. El sueño de la democracia prometía tal justicia, tal igualdad entre ciudadanes. Ese sueño hoy revela de modo atroz su incapacidad de concretarse. En este contexto, no puede parecernos sorprendente que dentro de las multitudes sumergidas surjan personas se vean cuanto interpeladas por los cantos de sirena del extremismo. Frente a un presente de miseria, la evocación del cambio radical es comprensiblemente tentadora. Así lo ha entendido la derecha en nuestro continente y en todas partes del mundo. Mientras tanto, las fuerzas progresistas y de izquierda se encuentran en un atolladero para combatir a los extremistas. Resulta complejo luchar contra un enemigo que no respeta las mínimas reglas del juego. Resulta casi imposible reconciliar con la democracia a tantísimas personas a las que la democracia les ha dado poco y nada.
Hoy el progresismo y la izquierda, en su intento de quitarse de encima el mote impuesto de “antidemocrático” o “autoritario”, intentan mostrar su apego a unas instituciones que no han logrado lo que se supondría que harían, sumiéndose en cierta parálisis. El verdadero autoritarismo, la derecha irracional y ultrareligiosa, asciende con promesas de un nuevo mundo: blanco, limpio y puro (para aquelles que lo merezcan). En medio de este empate, vivimos en las ruinas de un tiempo que terminó y uno que no termina (por suerte) de consolidarse. Lo que es evidente a todas luces, es que no hay retorno posible. Primero porque el pasado nunca vuelve del mismo modo, y segundo, porque no hay ningún momento idílico al que regresar. Sólo queda entonces fugar hacia adelante.
La derecha, sin conseguirlo aún, lo ha entendido perfectamente. Si no queremos ver perecer a la democracia en las garras del odio y la irracionalidad, es necesario reinventarse. Si vivimos en la época de los cambios estrepitosos, es mandatorio que podamos proponer nuevos horizontes, creativos y radicales, que sí puedan realizar las viejas promesas que se le han hecho a los pueblos. El oscurantismo, pese a no tener nada de nuevo ni original, logra engalanarse con ropajes del futuro. Nos corresponde entonces ser lo suficientemente hábiles para que la justicia social y la plena igualdad no suene como una quimera, sino como una posibilidad efectiva. De eso se trata. Para seguir alimentando el espíritu tremendista de la época: es ahora o, quizás, nunca.
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