Fuente: AFP

América Latina en pugna: el empate hegemónico y los límites de la democracia

Por Mario Bedosti

Nuestra región vive épocas convulsionadas. América Latina es hoy escenario de una variedad de conflictos cuyos desenlaces son difíciles de pronosticar: desde levantamientos populares en contra de la ortodoxia neoliberal hasta un obsceno golpe de Estado cívico-militar-policial. Cuando en 2015 Mauricio Macri llegaba a la presidencia de la Argentina, la derecha continental se apresuró a declarar el comienzo del fin del llamado “giro a la izquierda” en la región. Cuatro años después, ese fin de ciclo sigue en disputa: aquellos países gobernados por fuerzas de derecha se enfrentan a potentes reacciones populares en contra de las políticas de ajuste recetadas por el FMI. Por su parte, las naciones donde las fuerzas de centro-izquierda mantienen vivacidad, atraviesan dilemas complejos, en un subcontinente y un mundo cada vez más hostiles. En este contexto, es la democracia liberal representativa la que encuentra sus límites como sistema capaz de procesar exitosamente el conflicto social, quedando en entredicho su legitimidad como forma de organización política.

Fuente: EFE

El empate hegemónico continental: América Latina en su laberinto

Corría el mes de noviembre de 2015 cuando Mauricio Macri derrotaba a Daniel Scioli en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales argentinas. Por ese entonces, les analistas politiques de la región se apresuraban a redactar el acta de defunción del kirchnerismo y el comienzo del fin de lo que la academia dio en llamar el “giro a la izquierda” de los gobiernos de la América del Sur. Por primera vez la derecha argentina llegaba al poder en elecciones limpias y legítimas. Sucesos posteriores como la destitución espuria de Dilma Rousseff en Brasil, la traición de Lenin Moreno a la fuerza que lo llevó a la presidencia en Ecuador o la alta conflictividad de la situación venezolana parecían darle la razón a esta teoría. Cuatro años después, la instauración de un aparente consenso neoliberal en la región no parece ser más que una ilusión de la derecha vernácula. Las fuerzas conservadoras no han conseguido la hegemonía para un nuevo orden conservador sudamericano. Sin embargo, la consolidación de un nuevo eje progresista tampoco parece ser un horizonte cercano: mientras el peronismo logró la victoria en las elecciones argentinas del pasado octubre, en el Estado Plurinacional de Bolivia asistimos a un golpe de Estado cívico-militar. Mientras México comienza a mirar lentamente a sus vecinos del Sur, Uruguay se encamina a un balotaje que posiblemente coloque a la derecha de nuevo en el gobierno.

Para caracterizar el escenario regional actual resulta entonces apropiado retomar el concepto de Juan Carlos Portantiero de “empate hegemónico”. Según el sociólogo argentino, este se da cuando existen dos fuerzas en pugna por constituirse como proyecto hegemónico sin que ninguna lo logre efectivamente. El empate consiste entonces en la imposibilidad de alguno de los dos polos del antagonismo de suscitar el apoyo necesario  para consolidar un rumbo en las políticas públicas y un sentido común mayoritario. En nuestra región, esta es la situación en la cual se encuentran los proyectos neoliberales y conservadores por un lado, y las fuerzas progresistas o de izquierda por el otro. Derrotado en las urnas o destituido a fuerza de torcer las reglas del sistema democrático, el progresismo latino no logra recomponer su base de poder a escala continental. Por su parte, los proyectos de derecha que se han hecho con los gobiernos de sus países no han conseguido hasta el momento dominar las subjetividades de la población, ni de imponer sus programas subyugando la voluntad popular. Un breve repaso por la situación de la América del Sur nos servirá para dar cuenta de ello.

Brasil y Bolivia: de la pantalla institucional al golpe racista sin disimulos

Los casos del gigante sudamericano y del primer Estado Plurinacional de la región constituyen la evidencia más altisonante de la incapacidad de las fuerzas de derecha para ofrecer proyectos de país capaces de conseguir el apoyo de grandes mayorías. El actual mandatario brasileño, Jair Bolsonaro sólo fue capaz de hacerse con la presidencia tras la destitución de Dilma Rousseff por medio de un impeachment que cumplió con todos los procedimientos institucionales previstos pero que careció de un sustancial detalle: la existencia de un delito que justificara el proceso. Luego del olvidable interinato de Michel Temer, la república federativa asistió a unas elecciones cuya legitimidad estuvo fuertemente empañada por la proscripción del principal líder político opositor. Lula da Silva, líder histórico del Partido dos Trabalhadores (PT) y dos veces presidente, acaba de recuperar la libertad tras enfrentar 580 días de prisión sin condena firme, en el marco de una causa por corrupción fuertemente cuestionada por la opacidad del proceso y la carencia de pruebas. El ex juez Moro (hoy Ministro de Justicia de Bolsonaro) condenó en primera instancia a Lula, imposibilitando su candidatura presidencial. Para las elecciones de 2018, los grandes grupos concentrados optaron por la candidatura del extremista Bolsonaro, al encontrar la imagen pública del partido de derecha tradicional, el PSDB, y del “centrista” PMDB, desmoronadas por completo. El candidato que tomó el lugar de Lula por el PT, Fernando Haddad, no pudo concitar toda la adhesión al ex-mandatario, y cayó frente a Bolsonaro en la segunda vuelta. Junto con este último, llegaron al Palácio do Planalto la reivindicación de la dictadura, las salvajes políticas de ajuste, y el ultra conservadurismo religioso.

Por su parte, Bolivia acaba de ser protagonista de un oprobioso capítulo de la historia latinoamericana: Evo Morales, cuyo mandato constitucional debería culminar en enero de 2020, fue expulsado del poder por un golpe que congregó a las fuerzas militares, de seguridad, y a la derecha ultraconservadora y racista, nucleadas en la figura del empresario cruceño Luis Fernando Camacho y encarnadas en la autoproclamada “presidenta” Jeanine Añez. Si bien el golpe se ejecutó en nombre de la democracia (argumentando supuestos hechos fraude en las elecciones del pasado octubre, donde el MAS resultó victorioso), la oposición de derecha radicalizada desoyó la predisposición de Morales a repetir los comicios y forzó su renuncia. No es un dato menor el hecho de que las fuerzas que encabezan el golpe sean minoritarias en términos representativos: el MAS cuenta con dos tercios de las bancas tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado, repartiéndose toda la oposición menos del tercio restante. El candidato que resultó segundo en la elección, Carlos Mesa, quedó desdibujado en la conducción del movimiento golpista,  frente a la derecha ultraconservadora y fanática religiosa, los militares y la policía. Mientras se escriben estas líneas, les golpistas pugnan por sostenerse en el poder a fuerza de censura, persecución a líderes del Movimiento al Socialismo y de una feroz represión a la resistencia popular, indígena y campesina. Frente al silencio o abierta complicidad de los gobiernos de la región y de los organismos multilaterales, la derecha racista avanza, atropellando derechos y garantías constitucionales. La autoproclamada Añez, en un alarmante gesto de fanatismo religioso, ingresó al Palacio Quemado al grito de “la biblia vuelve a entrar al palacio”. Días después, emitió un decreto por medio del cual exime a las fuerzas militares de cualquier responsabilidad penal “en el cumplimiento de restablecer el orden”. Entre la biblia y la constitución, queda claro qué libro prefiere la Senadora Añez.

Fuente: AFP

Ecuador y Chile: la derecha neoliberal jaqueada por los estallidos sociales

Las situaciones de Chile y Ecuador, por su parte, nos dan un claro ejemplo de la inviabilidad de los programas neoliberales en sociedades tan desiguales como las nuestras. El gobierno de Lenin Moreno se encuentra en la actualidad jaqueado por las protestas populares desencadenadas por el aumento a los combustibles que la administración ecuatoriana intentó aplicar siguiendo las recetas del Fondo Monetario Internacional. El gobierno de Moreno cuenta, por otra parte, con la falta de legitimidad intelectual y política derivada del cambio de orientación que operó respecto de su antecesor, Rafael Correa. Moreno llegó a la presidencia del país desde la plataforma Alianza País, fuerza encabezada por el ahora exiliado Correa, integrante de la década de gobiernos progresistas sudamericanos. Una vez instalado en el Palacio de Carondelet, el actual presidente se desentendió de las políticas de su antecesor, en un descarado corrimiento a la derecha digno de ser catalogado de “traición” a la ciudadanía que lo eligió como continuidad del gobierno correísta. La reacción social contraria a las recetas ortodoxas parece dar sustento a esta interpretación.

El caso de Chile es especialmente llamativo por su carácter novedoso. El país transandino estuvo sumido desde el retorno de la democracia en treinta años de liberalismo económico. Más allá de que los gobiernos de la Concertación fueran de signo de “centro-izquierda”, la sociedad chilena nunca dejó de ser de las más desiguales y excluyentes de la región. El 2019 quedará en la historia chilena como un hito de la reacción popular que se consideraba indefinidamente adormecida. Ni siquiera la cruenta represión desatada por el gobierno de Piñera ha podido mermar los levantamientos de la ciudadanía, que, al grito de “no son 30 pesos, son 30 años”, parece dispuesta a no deponer su lucha hasta ver cambios concretos y efectivos. El reconocimiento gubernamental de las violaciones a los derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad y la promesa de un referéndum para cambiar la Constitución parecen ser signos de que una época social y política ha concluido en Chile.

Argentina y Uruguay: la pugna entre modelos dentro de los marcos institucionales rioplatenses

Distinta es la situación en las dos naciones que comparten las orillas del Río de la Plata. Tanto Argentina como Uruguay han conseguido de momento canalizar la pugna de  los modelos políticos que hoy se enfrentan en la región dentro de los marcos institucionales. En Argentina, el peronismo perdió las elecciones de 2015 dando lugar al gobierno de derecha de la alianza Cambiemos, el cual desplegó la clásica receta de ajuste, desregulación y endeudamiento. No obstante, cuatro años bastaron para que la ciudadanía considerara incorrecto el rumbo, y apoyara mayoritariamente a la fórmula Fernández-Fernández del Frente de Todos, que devolverá al peronismo a la Casa Rosada a partir de diciembre de este año. La normalidad del acto eleccionario, que es un rasgo saliente de la democracia argentina, y la inmediata aceptación de todas las fuerzas políticas de los resultados, parecen indicar que la institucionalidad argentina goza de buena salud.

Uruguay pareciera seguir el mismo derrotero institucional, pero con el signo ideológico opuesto. Luego de tres presidencias del Frente Amplio, todo parece indicar que la derecha retornará a la presidencia de la república oriental de la mano de Luis Lacalle Pou y el Partido Nacional. Sin inconvenientes registrados durante la primera vuelta, el balotaje del próximo domingo 24 de noviembre tampoco promete sobresaltos. Uruguay, que ha sido líder regional en la sanción de leyes progresistas como el aborto, el matrimonio igualitario y la ley integral trans, parece ahora encaminado a elegir un gobierno de derecha. Pareciéramos entonces estar frente a una transición que, al igual que la vía argentina, será en el marco del normal funcionamiento del sistema democrático.

Unidad latinoamericana en clave institucional: entre el vaciamiento de los organismos multilaterales y la inoperancia de la OEA

En este contexto de renovada pugna entre modelos políticos por hacerse con la posición hegemónica a través de procesos que guardan una muy dispar relación con la institucionalidad, una mención especial debe hacerse sobre los organismos regionales. Los gobiernos del “giro a la izquierda” se caracterizaron por una discursiva latinoamericanista que mostró resultados dispares según las dimensiones del análisis. Si bien la integración económica e institucional fue, cuanto menos limitada, fue no obstante más fructífera en términos políticos. La creación de la UNASUR demostró ser una iniciativa útil como mecanismo mediador de conflictos intra e inter nacionales. La intervención de dicho organismo en los intentos de golpe en Bolivia (2008) y Ecuador (2010), así como en ocasión de la ruptura de relaciones entre Colombia y Venezuela en 2010, son quizás los casos más representativos de la acción del organismo. Por su parte, la fundación de la CELAC en 2010 fue también un paso en dirección al afianzamiento de las relaciones de todas las naciones latinoamericanas y del Caribe en el marco de una organización que no incluyera a los Estados Unidos y sus políticas marcadamente hegemonizantes. 

Durante el período más reciente, en el cual la mayoría de los países ha contado con gobiernos del centro a la derecha, los dos órganos mencionados han sido desactivados e incluso abandonados por sus países miembros. Si bien se han dado algunas formas de organización menos institucionalizadas, como el Grupo de Lima o el PROSUR, estos no han tenido la relevancia de sus antecesores. Esto puede explicarse en clave histórica: la derecha latinoamericana no contempla la unidad de los países de la región en su ADN ideológico. Incluso el MERCOSUR, que en su momento supo aplicar la cláusula democrática a Paraguay en ocasión de la destitución de Fernando Lugo en un juicio político exprés, se muestra hoy indiferente frente al golpe boliviano (Bolivia es un país asociado al bloque).

Caso aparte es el de la OEA. Este organismo, cuya falta de legitimidad y operatividad fue también motor del nacimiento de UNASUR y CELAC, demostró en los días pasados una vez más su incapacidad o incluso su falta de voluntad para intervenir en los conflictos regionales. En el caso del golpe en Bolivia, su accionar fue veloz para cuestionar la limpieza de los resultados electorales que dieron ganador a Evo Morales. Por el contrario, su respuesta al golpe de debate entre la negación del mismo y un débil llamado al orden y al respeto de las instituciones. Sin caer en teorías conspirativas, la OEA ha dado suficiente evidencia a lo largo de su existencia, de estar subordinada, o al menos fuertemente influenciada por los intereses de los Estados Unidos. Acaso como una reacción a este estado de cosas, el surgimiento del Grupo de Puebla y el, por ahora potencial, nuevo eje progresista Argentina-México ha estado enviando señales acerca de la voluntad de volver a estructurar un proyecto de integración latinoamericana. La voluntad de México de asumir la presidencia de la CELAC y la articulación política para trasladar a Morales al país azteca son algunos ejemplos.

El empate hegemónico pone contra las cuerdas al sistema democrático representativo

Existe en nuestra región un histórico antagonismo de proyectos: por un lado, están aquellos que tributan en la tradición de la inclusión, la ampliación de derechos y la redistribución del ingreso. Proyectos que, sin desatender el crecimiento económico, han incluido en sus objetivos la disminución de la desigualdad social. Por el otro lado, se encuentran los proyectos de exclusión: aquellos que han hecho de la ortodoxia económica y el neoliberalismo su esencia ideológica. Este antagonismo, desde luego dista de ser simétrico u homogéneo en la historia de cada nación latinoamericana. Por fuera de estos tipos ideales, las fuerzas políticas efectivamente existentes han tenido vertientes más moderadas, más radicalizadas, más exitosas en la construcción de hegemonía y en la robustez de sus resultados, mientras que otras han sido más débiles y más difusas ideológicamente. Sin embargo, considero que, si dejamos atrás la rigidez y la pureza que sólo existe en los libros de texto, la distinción entre izquierda y derecha sigue siendo una herramienta válida para caracterizar el antagonismo regional.

A lo largo del siglo XX, la derecha regional se valió de los golpes de Estado y el militarismo para acceder al poder. Sin embargo, luego del período de transición a la democracia de finales de siglo, se creyó que un cierto consenso se había logrado en torno a que el sistema democrático era el único válido para darnos como forma organizativa del gobierno, y que sus instituciones eran las que debían canalizar y procesar el conflicto social. Fuerzas de derecha y de izquierda parecían adscribir a este consenso, dejando en el pasado cualquier otra forma de competencia política que no fuese dada dentro del marco constitucional. La vía autoritaria parecía quedar en la historia. Sin embargo, el antagonismo radical de los proyectos políticos no desapareció en ningún país. Y una lectura de nuestra América al día de hoy, nos muestra que la condición de empate hegemónico entre proyectos políticos tampoco.  Durante el ciclo de gobiernos progresistas, existió una cierta hegemonía construida en torno a la idea de que el crecimiento económico debía estar fundamentalmente asociado a la reducción de la desigualdad social. Ciertamente, millones de personas vieron mejorar su situación socioeconómica y ampliarse sus derechos. Igual de cierto es, que esa hegemonía no pudo sostenerse en el tiempo, tanto por la incapacidad de esos gobiernos de modificar de manera más radical los sentidos comunes de sus sociedades (entre otros problemas estratégicos y organizacionales que exceden a este artículo), como por el poder de fuego que las fuerzas más concentradas nunca perdieron ni vieron debilitado de manera considerable.

Fuente: Midia Ninja

Como mencioné al principio de este artículo, la victoria de la derecha en Argentina en 2015 abrió la pregunta acerca de si comenzaba a instalarse en la región una nueva hegemonía. Los hechos que nos conmueven hoy en día demuestran que no fue así. Hoy la América Latina da prueba de que no existe cosa tal como la victoria definitiva de un proyecto sobre otro. Demuestra también que la radicalidad del antagonismo pone a prueba dos cuestiones que no pretendo saldar, sino plantear para el debate: por un lado los proyectos plurales, inclusivos (tanto en términos económicos como de géneros), redistributivos y colectivos enfrentan el desafío de darse nuevas estrategias y formas de acción y organización que puedan convocar a las grandes mayorías populares en torno a la defensa de las conquistas conseguidas y a la convicción de que un futuro mejor sólo puede alcanzarse en una sociedad que garantice una vida plena para todes y cada une.

Por otro lado, lo que nuestro presente también pone también en tela de juicio es la capacidad misma del sistema democrático tal y como lo conocemos de procesar el conflicto entre los intereses más concentrados y el bienestar de las grandes mayorías. Cabe preguntarse entonces, desde la izquierda o el progresismo, acerca de cómo pueden interactuar los nuevos repertorios de acción que pueden desarrollarse con el funcionamiento del sistema democrático representativo y liberal. En un contexto histórico donde la derecha parece dispuesta a violar las constituciones y las instituciones establecidas, recuperando su tradición histórica, queda abierta la pregunta sobre la viabilidad de que sólo sean las fuerzas de izquierda las que adhieran a la legalidad, sirviéndose como principal estrategia de consecución de poder la vía electoral. Dicho en términos llanos: ¿Por qué solo uno de los dos jugadores habría de respetar las reglas del juego?

A esta pregunta, sin embargo, puede ofrecerse como una respuesta posible, que todas las salidas no democráticas de los tiempos recientes, en la región y en el mundo, no han llevado a ningún beneficio para las mayorías populares. Pareciera ser que la derecha, por los núcleos sociales que la componen, obtiene mejores resultados en escenarios autoritarios. Quien escribe es partidario de que la vía democrática es la que auspicia los resultados más auspiciosos para el pueblo. La discusión, entonces, no debería pasar por si la democracia sigue siendo el mejor sistema o no. En cambio, debemos profundizar el debate sobre qué tipo de democracia necesitamos. Hay un equívoco (sin dudas intencional) en definir de manera unívoca este tipo de régimen político. Cuando se habla hoy de democracia, se refiere solamente a su forma representativa y liberal. Se habla de una democracia en términos mínimos, en tanto la realización de elecciones libres y competitivas. Quizás sea hora de preguntarnos qué nuevos horizontes de significación podríamos darle al término: si acaso la democracia se agota en su forma actual, o si puede radicalizarse hacia formas de participación más intensas, donde la ciudadanía se involucre activamente, robusteciendo y marcando la dirección de proyectos novedosos y participativos. Proyectos que puedan construir hegemonía en base al apoyo y protagonismo de sus ciudadanes, para de una buena vez poder resolver en favor de los pueblos latinoamericanos el empate que hoy desgarra a nuestra región.